Los cerebros son comunidades de células que se comunican entre sí y con el resto de nuestros cuerpos usando electricidad y neurotransmisores químicos. Controlan nuestros movimientos, nuestros ciclos hormonales y reproductivos y casi todos los aspectos de nuestra fisiología. De alguna manera, a lo largo del camino –nadie sabe cómo– también generan pensamientos y conciencia. Solo podemos especular sobre por qué las criaturas vivientes evolucionaron cerebros hace muchos millones de años. La explicación más plausible es que el cerebro se desarrolló porque facilitaba el movimiento. Organismos unicelulares como la ameba se pueden mover, pero solo de forma muy limitada. Para hacerlo con eficiencia por la superficie del planeta con el fin de encontrar comida, sexo y albergue –sin importar si uno es un gusano subterráneo, un guepardo en la sabana, un trabajador en una favela o un millonario en Montecarlo– ayuda tener un modelo del mundo en el cerebro. Así, uno no necesita resolver por adelantado cada paso que hace –uno anticipa, uno ya está preparado para lo que va a encontrar y no se limita solo a reaccionar–. Todos estamos familiarizados, por ejemplo, con el fenómeno de descender unas escaleras y descubrir que había un escalón más o uno menos de los que esperábamos. Es un momento de profunda confusión y desorientación.

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Consejos de doctor
En este lúcido ensayo, Henry Marsh, uno de los neurocirujanos más prestigiosos del Reino Unido hace un breve diagnóstico de uno de los principales males que aquejan al mundo moderno: la desigualdad. Desde la ciencia aboga por la infancia, el optimismo y la dignidad que acompaña la muerte.
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