“(…) captar lo que vi y sentí allí, y lo que sigo sintiendo, lo que sigo recordando, lo que sigo viendo en mis sueños. Para pintarla a Ella y traerla de nuevo a mi vida, aunque sea en la imaginación”: esta es la aventura en la cual nos sumergimos los lectores al abrir la primera página de Opiana (El Áncora Editores, Bogotá, 2015), la única novela de Nicolás Suescún (Bogotá, 1937-2017). Ya el autor nos había dibujado, a lo largo de sus libros de cuentos (El retorno a casa, El último escalón, El extraño y Oniromanía) y su antinovela (Los cuadernos de N) una manera de ver y estar en el mundo: extraña, fantástica, cotidiana, absurda, gris en la cual los personajes deambulaban por entre las páginas para pasar, después, a formar parte de los sueños y pesadillas que nos habitan a los lectores. Una experiencia paradójica, difícil de transmitir con palabras cuando se nos piden razones, pero comprensible, habitable, cuando cerramos el libro y dejamos que nuestra vida se pueble por otras que, no por ficticias, son menos reales. Su capacidad de sugerencia hace que esas historias se transformen en incógnitas e interrogantes que hacen que, como lectores, nos instalemos y traslademos a otra parte. Y, en este caso, ese otro lugar se llama Opiana, “una ciudad del Oriente en la ribera de un río ancho y perezoso, construida al pie de una colosal Torre, y siempre cubierta por una densa niebla”.

Reseña
'Opiana': una experiencia paradójica
El escritor colombiano Nicolás Suescún, quien falleció en abril de este año, construye una distopía en la cual sus habitantes “entregados al opio y al ocio más absoluto, no sentían la menor curiosidad por el mundo exterior” en su única novela.
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